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05 May
05May

Recogiendo cosas y organizando gavetas me encontré con un título viejo, enrollado y ya amarillo por las huellas del tiempo. Un diploma universitario que evoca una pequeña historia con preguntas aparentemente sin respuestas. Y detrás de ese título una corta cadena de escasos recuerdos, y entre ellos,  el de una mujer que admiré.

Ella fue la profesora que más llamó mi atención en toda mi carrera. Nos regalaba sus clases de manera magistral y con tanta pasión que mi anhelo era llegar a ser como ella, profesionalmente hablando. Ella dirigía un centro de investigaciones científicas y a eso dedicaba todo su tiempo. Nunca se casó, nunca tuvo hijos y esa era la parte de su vida con la que yo entraba en conflicto, además de su amor por Fidel Castro.

La asignatura que mi profesora impartía era mi asignatura preferida, lo cual hizo que me le acercara y pasara más tiempo con ella. Ya para el quinto año se convirtió en mi tutora y de alguna manera mi esfuerzo y la voluntad de Dios, hicieron que mi primera experiencia laboral después de graduada fuese al lado de ella. Y comencé a enseñar su misma asignatura con apenas 23 años. Para mi, aquello además de un logro o un sueño recién cumplido era una oración contestada. Y yo estaba feliz.

Eran los años del Período Especial en Cuba, y al igual que la mayoría, tenia que usar mi bicicleta china para ir a trabajar. Me recuerdo súper delgada pedaleando desde el Vedado hasta La Coronela, un camino largo con varias lomas empinadas incluidas. Y ahí iba yo agradecida, por estar donde quería. Pero aquella “felicidad” duró poco, porque sin planificarlo y por sorpresa,  la "cigüeña" me visitó. 

El embarazo dio paso a una nueva felicidad que yo no conocía. Y aunque mi realización profesional me importaba, no pasó mucho tiempo en que ésta hallara su más dura competencia. Aquella criatura que se formaba en mi vientre, y que me hacia llorar sin entender por qué, se fue robando mi atención. Y en medio de mis horas nocturnas preparando las clases que daría al día siguiente, sorprendía a mi mente muy lejos de mis papeles, solo pensando en un nombre: David. 

David nació en Julio y tuve derecho a un año de licencia de maternidad sin sueldo. Pude haber optado por regresar al trabajo en pocos meses, pero preferí estar con mi hijo, cuidarlo yo misma y enseñarle todo lo que podía. Disfrutaba demasiado mi nueva vida de mamá. Sin embargo las preocupaciones tocaron a mi puerta cuando comenzó a esfumarse el tiempo de licencia y mi hijo estaba próximo a cumplir su primer año. Allí comenzaron mis desvelos pensando en el regreso a la vida laboral. Tenía que enviar a David a un círculo infantil o pagarle a alguien que lo cuidara pero ninguna de las dos ideas me agradaban. Y del otro lado de la balanza estaban mis aspiraciones profesionales. Tenía que decidir sabiendo que mi trabajo iba a requerir horas de consagración lejos de la casa. Y sabiendo además que iba a darle a mi hijo mis horas más cansadas. Quería quedarme como estaba y a la vez volver, pero las dos cosas no eran posibles. 

También una pregunta me martillaba la mente ¿Cómo le decía a mi profesora, ahora mi jefa, que estaba valorando no regresar? ¿Y si ella me convencía de que nunca volvería a encontrar una oportunidad como esa?

Mi esposo, que en aquel tiempo trabajaba como médico, respetaba cualquiera de mis decisiones, y no quería ser el que definiera la solución de mi problema. Entonces fui a ver a mi pastor quien luego de escucharme fue directo a mi corazón con una pregunta que caló en mí como una fecha:

 -¿Qué te ha dicho Dios? 

Y me quedé sin respuesta. Comprendí que mis oraciones habían estado enfocadas en pedirle a Él ayuda para decidir, pero nunca estuve atenta a encontrar en su propia voz la respuesta. Una respuesta que llegó a tiempo pocas noches después, cuando leyendo la Biblia sospeché que Dios estaba diseñando para mi y para mi familia otro futuro. 

A los pocos días ya era Julio nuevamente, y como todo llega en esta vida, llegó el momento de volver. Y mientras el ómnibus avanzaba por las mismas calles y municipios que tantas veces atravesé en bicicleta, hablé con Dios con la mirada perdida entre las nubes del camino. "Señor solo te pido que cuando pasen los años esta decisión no me pese", era mi única oración. Oración que se alternaba pensando en la profesora. No tenia ni idea de cómo empezar la conversación cuando la tuviera delante. 

Todos en aquel centro de investigaciones que era parte de la facultad, se alegraron cuando llegué y uno de ellos le avisó a la profesora y ella me mandó a pasar a su oficina. Tengo grabado en mis recuerdos su cálido recibimiento. Estaba a punto de temblar cuando me senté frente a ella, pero cuando abrí la boca noté tal confianza y tanta seguridad que al instante supe que tenían que venir del cielo. Entonces le hablé de lo importante que era para mi criar a mi hijo, y hasta le conté que era muy probable que mi esposo dejara también su trabajo para ser pastor. 

Mi profesora hizo silencio y proyectó una leve sonrisa. Yo enmudecí también esperando sus palabras y desvié mi mirada sin querer hacia el cuadro inmenso de Fidel que colgaba en la pared detrás de ella. Ahí mismo me di cuenta que a nadie se le hubiera ocurrido hablar con tanta naturalidad de su fe cristiana a una militante del partido comunista, devota a más no poder a la figura del comandante cubano. Pero mi profesora rompió el silencio y con sus palabras pude conocer una parte de ella hasta ese día para mí desconocida.

- Primero que todo te doy las gracias por tu honestidad. Siento mucho que no regreses, pero entiendo y respeto tu decisión. Que tu familia sea tan importante para ti, es para felicitarte. Y te voy a contar algo que a pocos le he dicho.

Y ahi mismo me contó con nostalgia que una vez estuvo a punto de casarse, pero lo fue posponiendo. Luego su carrera se volvió su pasión y no hubo espacio para otras cosas sino para su profesión, sus maestrías, sus investigaciones y su doctorado. Y que a la vuelta de tantos años allí estaba ella, sí, con mucho prestigio, con sus cargos y con todos sus títulos, pero cuando llegaba a su casa nunca había tenido la dicha de encontrar a alguien que la recibiera con una abrazo y  la llamara "mamá". 

No voy a negar que el tono con que habló me causó tristeza. Entonces supe con certeza que no me había equivocado en mi decisión y que si por un tiempo quise ser como ella, ahora estaba entendiendo que nuestros rumbos y elecciones eran diferentes.

- Y voy a decirte algo que no se lo diría a todo el mundo -volvió a hablar y con eso nos despedimos- Si cuando pase el tiempo quieres regresar, aquí tienes las puertas abiertas. 

Minutos después dije adiós a mis compañeros, a la facultad donde había estudiado una carrera preciosa, a mi primer centro de trabajo  y a mi querida profesora. Pero salí de allí con paz.

De regreso a mi casa y antes de cruzar la calle donde estaba el edificio en que vivía, divisé a mi esposo que venia de jugar en un parque con nuestro hijo. Crucé y corrí hacia ellos y los abracé. Y aunque tenia deseos de llorar porque sabia que ese era el fin de una etapa que había costado mucho sacrifico y que había amado de corazón, agradecí a Dios por haberme dado la valentía para hacer algo que por mi misma no hubiera hecho. El futuro que nos esperaba no podíamos verlo en ese momento, aún así sabíamos que teníamos a Dios guiando nuestros pasos.

Los años pasaron y nunca me arrepentí de aquella decisión, tal como había pedido. Me dediqué a David y a Anabelle que nació tres años después. Ellos se llevaron lo mejor de mi juventud, mientras también ayudaba a mi esposo en su ministerio como pastor.  

Jamás juzgaré a las madres que trabajan o realizan sus sueños mientras su hijos son pequeños porque cada caso es único, cada situación es diferente y cada país también lo es. De hecho, admiro a las que lo hacen y llegan lejos en sus proyectos siendo las mejores mamás. Pero en mi caso, cuidar a mis hijos, era una prioridad, una necesidad personal, un llamado de arriba.

Viendo a mis hijos crecer, también crecieron en mi nuevos sueños. Descubrí otras cosas que me apasionaban y que puse al servicio de Dios. Nunca paré de estudiar y hasta volví a las aulas trece años después. Mis hijos nunca fueron impedimento para realizar mis proyectos pero siempre tuve la bendición de estar al lado de ellos sin perder ni uno solo de sus momentos. Para mi, eso fue un regalo que no tuvo ni tendrá precio. 

Nunca colgué en un cuadro mi diploma universitario, ha permanecido por años en una gaveta junto con la interrogante de no saber por qué invertí tanto tiempo estudiando algo que apenas ejercí. Pero quizás mi diploma existe con una misión. La misión de recordarme que Dios puede cambiar los planes que un día parecieron buenos para darme otros mejores, y que no hay éxito profesional que pueda superar la gran bendición de ser madre.


"Herencia del Señor son los hijos, los frutos del vientre son una recompensa". Salmo 127:3


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